sábado, 25 de agosto de 2012

Sasha.

Sasha solía caminar por los senderos que la alejaban de su casa en las tardes soleadas, le gustaba sentir el sol en su pelo y en sus hombros, apreciar los naranjas que habían quedado perdidos en el verano y seguían yendo a visitarla. Disfrutaba sentir la emancipación que conseguía al transitar por horas esos caminos. De vez en cuando le gustaba creer que ella no era como todos, que era diferente y que, por tanto, hacía cosas que nadie se animaba. Entonces ella salía en los días de tormenta, cuando los demás preferían quedarse refugiados del frío y la humedad. Ella jugaba un poco con la lluvia y volvía nuevamente a la casa donde se preparaba un té y se sentaba frente a la ventana a observar las últimas gotas, despidiéndose melancólica. Había algo que por sobre todas las cualidades de Sasha a mí me llamaba particularmente la atención, eso era lo que para mí mostraba en ella alguien que yo nunca había conocido. Ella caminaba por los jardines y lo disfrutaba mucho, pero elegía siempre no sentir el aroma que pedía incansablemente ser notado, no usaba ninguno de sus cinco sentidos para el goce, se veía en sus ojos el ánima bloqueado. Yo no entendía bien por qué no quería, por qué se negaba y por qué siempre volvía a salir si al fin y al cabo era una caminante pasiva que no se relacionaba en absoluto con el entorno. La primera vez que me encontré con ella creí que no le gustaba tocar ni oler las flores por algo tan vacío como una alergia, creí que lo que estaba haciendo era cuidar su salud física. Pero luego comencé a conocerla realmente y me di cuenta que tenía que ver con algo más profundo, que Sasha no era simple y no podía tener una simple alergia. Ella iba por el jardín sin interactuar con el paisaje, sin sentir, algo la detenía constantemente a disfrutar y yo tenía que averiguar por qué. Entonces comencé una especie de investigación basada en la prueba y el error. Descubrí que si yo le acercaba una flor, ella se adelantaba unos pasos, se refregaba los ojos y me miraba punzantemente, supongo que explicándome que no tenía que hacer ese tipo de cosas, que le hacía mal y que no le gustaba. Poco comprendía yo sus reaciones y después de seis flores abandoné por completo esta investigación y la dejé ser. De nada servía que yo entendiera el por qué de su forma de ser, simplemente era. Además a ella no le gustaba hablar, por lo menos conmigo. Alguna vez la encontré intercambiando pensamientos con ella misma. Sí, hablando sola. Deduje que ella sólo se atrevía a relacionarse consigo misma, sólo confiaba en ella y en nadie más. Sasha estaba segura de que la única persona que no la iba a dejar y que no la iba a lastimar era ella misma. Yo simplemente había elegido cuidarla de todo bien y de todo mal. Y yo estaba seguro de que yo era la única persona que no la iba a dejar y que no la iba a lastimar, pero también tenía que convencerla a ella. Poco a poco fui adentrándome en su vida, disimulando mi plan y creando en ella la confianza que nunca había conocido. Llegó, entonces, un momento en el que ella no recordaba no conocerme. Siempre yo detrás de ella, siempre velando por su neutralidad.
Recuerdo que una sola vez en el tiempo en que la conocí se animó y acarició algún pétalo que sin querer había rosado su pie, no pudo evitarlo, no quiso pero no pudo hacer nada al respecto. Ese fue el día que descubrió la suavidad y casi en el mismo segundo descubrió, como era de esperarse, el amargo color de la despedida que dejó ese pétalo suelto, herido y alejado. No creo que le haya gustado, esa misma tarde la vi llorar por vez primera y acariciándole el cuello le pregunté qué le sucedía pero no respondió, ahí se quedó un par de horas, deshidratándose, recordando la suavidad que quedó fosilizada en su mente, atada y mal puesta en algún rincón de su cabeza y que jamás volvería en la misma forma. Es que Sasha era el alma más sensible que jamás haya visto yo en mi vida y no podía volver a soportar ver sus ojos empapados. Estoy seguro de que ella o alguien dejó en mí una especie de hechizo con el cual yo estaba de acuerdo.
Yo no podía ser impulsivo con ella porque no sabía en qué momento podría sentirse mal. Y condenado mi ser si me atrevía a lastimarla. No me estaba permitido ni por mí ni por nadie hacerle algún daño por más ínfimo que sea. Ella no lo toleraba, cualquier raspón derivaba en ella una hemorragia. Y yo no quería conocer su sangre.
En algún tiempo pasado, Sasha había sido muy valiente, no lo puedo negar, se veía ésto en su piel. Tenía cicatrices, no sé decir bien de qué pero allí estaban y me explicaban que alguien la lastimó. Sí, ella era valiente y no hay duda, alguna vez fue más intrépida y eso fue lo que la hizo ser así ahora, yo deduzco. Alguien muy descuidado la arrugó y fue entonces que ella se negó a volver a arriesgarse a un peligro así, al peligro de disfrutar para luego despedirse de un amor que tal vez había comenzado a necesitar y antes ni siquiera conocía.
Una vez, una de las pocas veces que me habló, me dijo que si había alguna forma de evitar el dolor que conoció aquel día que rosó un pétalo, si encontraba algún método para esquivar los pétalos de la vida, hermosos y filosos, ella no iba a dudar en evitarlo porque no era tanto el placer que sintió como el lamento del recuerdo que había quedado para siempre en sus dedos. Porque si disfrutar del algo un rato significaba un sufrimiento venidero mayor, entonces realmente no valía la pena. Era demasiado fuerte e insoportable para ella el dolor que la esperaba cada vez que amaba algo. Me hizo recordar aquella tarde que sufrió por el abandono de la rosa. Sasha entendía que eso no era normal, que lo mejor era evitar los segundos que disfrutaba para no someterse a semejante angustia. La espina más pequeña, la menos hiriente, conseguía marcar en su piel el más profundo tajo que conociera.
Yo conocí a Sasha porque algún dios no terrenal me había encomendado esa misión una noche de invierno y, al parecer, yo había aceptado gustoso. Yo debía velar por ella, caminar sigilosamente tras sus pasos y limpiar siempre su camino. Mantener su espíritu entre nubes, lejos del viento, lejos de la arena que raspa y las espinas que arden. Debía cuidar que nunca conozca el calor del fuego. Yo sí lo conocía y también conocía el intenso frío que queda cuando uno se aleja, por eso creo que Sasha no debía jamás encontrarse con una fogata. Debía estar atento a su paso, cuidar que no se dirija a lugares que puedan resultarle hermosos y hostiles. Había que mantenerla alejada de todo lo bueno, lo agradable porque todo se escapa y Sasha no podía soportar un abandono más. Su más grande abandono fue el del insignificante pétalo caído, pero ¡ay, cómo sufrió Sasha esa tarde! Quién pudiera olvidar sus lágrimas, dichoso. 
Ella, tan pura, tan frágil, tan suave. Yo la cuidaba, la tenía en mis manos. Ese dios impuso en mí una misión y yo estaba feliz de cumplir con mi obligación. Si todos los hombres de la tierra tuviéramos una misión como la mía, tal vez Sasha no correría riesgos, tal vez no sufriría nunca más. Y era lo único que me importaba. Por momentos perdía la coherencia y le pedía a aquel ser superior que le encomiende la misma misión que a mí a cada hombre, yo sólo quería cuidar a Sasha, nada más me importaba, no me interesaban las demás almas pero era un medio para que Sasha no corriera riesgo alguno. Yo no me permitía distraerme jamás pero tal vez si eso pasara un segundo y si ese dios hubiera dado a cada hombre, cada mujer, ningún ser en la tierra tendría el tiempo libre para lastimar a mi Sasha, mi cristal.
Yo debía lograr que no sintiera ningún placer que pudiera resultarle efímero pero tampoco podía hacer que tuviera un disgusto. Mi trabajo no era fácil, además ella era muy escurridiza, algunas noches me he despertado en la cama a su derecha y ella no estaba, había ido a la cocina a observar por la ventana el campo desolado. Entonces yo me levantaba e iba hasta donde ella estaba y me quedaba esperando el tiempo que fuera sin decir ni una palabra hasta que ella decidiera volver a acostarse. Yo dormía en su cuarto para cuidar también sus sueños. Muchas veces tuve miedo de estar equivocándome, no tenía otro plan. Mi dios me había dicho que lo ideal era que Sasha no sienta dependencias ni necesidades de ningún tipo, ni placeres ni alegrías, porque éstas se podrían terminar y generarle una angustia indirecta e irreparable. También, por supuesto, me obligó a cuidarla de lastimaduras, de tristezas y lamentos que directamente podrían, sin exagerar, arruinar nuestras vidas.
Pasando el tiempo a su lado, aprendí a ser bien cuidadoso, minucioso y responsable. Aprendí a velar por la seguridad de alguien, a olvidarme de mí mismo y enfocar la vista en otro lado. En mi vida pasada yo había sido egocéntrico, nadie ni nada me interesaba. Yo creo que por eso este dios me entrego esta tarea. Al principio creí que estaba loco, que era imposible para mí cuidar a una existencia tan transparente como ella, creía que era el peor error que un ser superior haya cometido. Tenía miedo, y ese miedo fue el que me ayudó a aprender a ser lo que Sasha necesitaba. Ese miedo fue el límite, ese miedo me explicó cómo actuar y qué era lo que Sasha buscaba. A los pocos días yo ya estaba cómodo con mi tarea. Me levantaba en la mañana y preparaba el desayuno, leyendo esperaba que ella se despierte y cuando la veía llegar, sin gestos de sorpresa que pudieran alegrarla, le ofrecía una taza de té y seguía con mi lectura. Ella se veía cómoda, veía que no había riesgos buenos ni malos, estaba contenta con la decisión de aquel dios que nunca conoció. Desayunaba, entonces, y luego regresaba a su cuarto y yo no intervenía en lo que ella hacía, jamás supe a qué se dedicaba en esas horas hasta que en cierto momento de la tarde decidía salir, volver a encontrarse conmigo e ir a caminar por los jardines, fue en una de esas tardes que conoció el rose del que ya hablé.
Tanto tiempo junto a ella, tantas mañanas de servirle el desayuno, tantas tardes de caminar detrás de ella observándola y tantas noches desvelados fueron dejando en mi un sentimiento que hasta entonces desconocía. Me di cuenta en seguida de que estaba fallando en mi misión, pero nada me detuvo, estaba seguro que esto que sentía no tenía fin. Mi idea, mi hermosa obligación era no dejarla jamás. Comencé a verla con otros ojos. Antes era Sasha, la pequeña pluma frágil y volátil que yo cuidaba como si fuera una niña. Ahora Sasha ya era una mujer con la cual yo quería pasar el resto de mi vida, sea como sea. Ella debía estar a mi lado para siempre, no debía sufrir ni un sólo segundo. Yo iba a seguir cuidándola de placeres y dolores, de bienvenidas y despedidas. Pero ocurrió. Me enamoré. Y no pude controlarlo, no pude tolerar que existiera la posibilidad de amarla e irme. Algún día yo iba a dejar estas tierras, seguramente antes que ella ya que soy mayor y además, he sufrido más que ella. Algún día iba a abandonarla involuntariamente, era inevitable. Yo no quería que eso pase, realmente no quería pero no encontraba una solución. Y este sentimiento cada vez crecía más, era como una luz que se apoderaba de mi cuerpo y no me dejaba continuar con mi tarea como hasta entonces venía cumpliendo. Debía concretar mi misión, ella ya se había dado cuenta de mi estado y se la veía contenta. Yo no sabía qué hacer, ya no había vuelta atrás. Algún día iba a volver mi egocentrismo y me iba a ir, era de esperarse.
No encontré otro remedio. Lamentablemente la única alternativa que encontré frente a mis ojos fue esta. Una mañana, que parecía ser como todas, Sasha se levantó de su cama y vino hacia mí, me sonrió y me dijo “buen día”, fue la primera vez que vi sus labios estirados. Esa fue la clave para que yo me dé cuenta qué tenía que hacer, o al menos eso sentí yo. Tenía que buscar la forma de alejarla de mí sin lastimarla, sin generarle ningún trauma, ni siquiera físico, porque yo no sé qué habrá después pero nadie quita la posibilidad de que lo recuerde. Le serví entonces el té, el último té que la vi tomar. Yo sabía que tenía un gusto extraño, no podía saber igual que todos los tés anteriores que la hice tomar cuidadosamente. Pero ese día ella no se quejó. De hecho, nunca se quejaba ni agradecía nada. Terminada la taza, se dirigió a su cuarto nuevamente, como solía hacer, pero ese día no salió de su cuarto, ese día no fue a caminar por los jardines, ese día no la vi más. El plan había funcionado y yo estaba pasando una angustia que desconocía. Todo iba según lo estipulado. Yo había aceptado esta angustia, es que prefería ser yo el que sufra la pérdida que cargar con la culpa de hacerla sufrir una vez más, de fallar con mi tarea y enfrentarme a aquel dios que había confiado en mí.
No sé bien dónde estará ella ahora pero estoy seguro de que no está sufriendo, de que sigo cumpliendo con mi trabajo, de que conseguí quitarle el dolor y el placer. No había fracasado en mi misión.

viernes, 24 de agosto de 2012

Culpa.

Estoy en un bar, tranquila, leyendo algún buen libro que me está absorbiendo. Miro de vez en cuando a una esquina o la otra pero no encuentro nada más llamativo que mis hojas, entonces tomo un sorbo de mi cortado y vuelvo la vista a la novela. Sigo leyendo. Siempre tuve la costumbre de mirar hacia mis lados cuando tengo un libro en mi mano, creo que es para no desubicarme en tiempo y espacio. Acordarme que estoy en Flores, en El Balón, tomando un café a las cinco de la tarde, quizá las seis.
En fin, aquí estoy, compenetrada con mi libro, devorándome oración por oración, sonriendo con los planteos del personaje, sonriendo. Pero en uno de mis ojeos veo a una mujer sola, más que sola, cruzando la calle y mirándome. Me quita instantáneamente la sonrisa, me mira fijo. Creo que me reconoció, que me recuerda de algún lado pero yo a ella no puedo reconocerla ni remotamente. No tengo en mi memoria el haberme relacionado con una persona así. Descuidada, con el pelo enmarañado, crecido, sin algunos dientes, sin arreglarse y  puedo divisar que sin ganas de estar prolija, ¿para qué? Camina un poco renga, es que lleva una carga más pesada que tangible, y se acerca a mí, con la mirada al suelo. Yo cierro el libro y espero a que me hable, imagino que me va a preguntar una calle, la hora, algo... Pero no, no hace más que erguir la cabeza y enfocar sus ojos en mí. No hace más que eso pero me basta. Esos ojos, los más profundos que vi jamás, los más tristes. Ojos negros, completamente negros y descolocados. Muestran una tristeza hundida pero una alegría superficial, pues se está riendo con su boca incompleta. ¿Se está riendo? ¿Qué le pasa? ¿Cómo es que tiene ganas de reírse? Creo que está contenta de verme, pero yo no entiendo por qué.
Me mira tan fijo que creo que tengo que hacer algo. La observo y pienso "espero que no se enoje conmigo" entonces le acaricio la cara y ahí comprendí, recordé quién era, recordé todo. Ya he acariciado esa piel, he tenido esos ojos en frente mío y esa risa, que pocas veces escuché, me resulta familiar. Ya sé.
-Mamá, ¿qué te hice?
Lloro.